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Yo tampoco te condeno...

De niños empezamos a descubrir cada día mundos nuevos, muchas veces fantásticos y otros perversos. En el barrio, caminábamos siempre juntos, todo nos era familiar y fraterno. Veíamos con sorpresa la vida de los adultos, quienes nos alejaban de los problemas: no querían que perdiéramos la candidez de nuestra existencia.


Buscábamos, los primos y los amigos, alejarnos de la mirada de nuestros padres, que con amor y cuidado nos protegían del mal. Así nos íbamos hasta el «puente negro», para correr entre las vías y sentir la adrenalina. Nos llamaba mucho la atención un lugar cerrado y prohibido, donde solo se oía la música y alegría. Le llamaban «La Zona», lugar de pecado y lujuria, que estaba cerrado y con garitas. Un día, al fin aventureros, nos brincamos la barda para conocer ese lugar perverso. Nos encontramos ahí dentro con otros niños y niñas igual de traviesos, los cuidadores del lugar nos corrieron por andar de mirones e inquietos.


Crecimos con dudas y miedos, nadie nos decía nada, menos del sexo. Así, sin educación y guía, descubríamos aquello que se nos prohibía. Llegó el tiempo de salir de las Melodías y estudiar la secundaria, había que ir más lejos, a la San Joaquín y sus barrios viejos. Estudié en «La Cuatro» enfrente de la plaza, le decían «San Juanito» por estar frente a una iglesia que para mí es muy amada.


Entré a la banda de guerra, porque quería ser marinero. Ensayábamos por la tardes, en los salones que estaban abandonados por los talleres de química. Un día, uno de los mayores quería abusar de nosotros los menores, forzó a una chica y la violó donde se guardaban los tambores. Luego nos metieron de dos en dos, para que todos los jóvenes hiciéramos lo mismo con las chicas: «No me hagas nada», me decía mi compañera. Yo estaba igual de nervioso que esa niña. Decidimos quedarnos escondidos, para evitar que hicieran con nosotros lo mismo.


Nunca supe qué pasó con la chica que violaron, solo nos enteramos que al violador lo habían expulsado. Nadie volvió a hablar del tema, solo nos asustaron, seguimos con los ensayos como si nada hubiera pasado. Muchos platicaban sus primeras andadas, nunca faltaba algún gandalla que quería pasarse de listo con todas las muchachas. Existía el donjuán que a todas enamoraba, y que solo las utilizaba para luego seguir con otra carnada.


Una noche, caminando del trabajo familiar a la casa, salió corriendo una muchacha a unas cuadras del monumento a Hidalgo, me abrazó con tanto miedo, diciendo que la quería violar el que era su jefe. La llevé a casa de mis abuelos paternos. Con mentiras le pedí la camioneta a mi padre. Ella, sin conocerme, me pidió que la llevara a su casa, era de la Jacobo Meyer.


En ese espacio crecí, donde poco se valoraba la sexualidad para lo que fue creada. Ahora, como capellán de niñas, me doy cuenta de que el mundo no ha cambiado nada. Sigo escuchando las mismas experiencias: niñas violadas y violentadas. ¿Dónde está la familia? ¿Dónde está la sociedad para proteger a nuestros niños y niñas?


Todavía en la actualidad, hay muchos papás y mamás, que no se dan la oportunidad de hablar con sus hijos, con amor y respeto. Piensan que con mandarlos a la escuela o darles acceso a la tecnología, están sembrando en ellos buena semilla. Solo una persona que ama a sus hijos, puede guiarlos con amor y ternura para vivir una sexualidad integrada y madura. No dejemos que la maldad destruya lo que Él ha creado con tanto amor y cuidado. Papá, mamá, cuida a tus hijos. Eduquemos a las niñas y niños en el respeto y cariño, y que la formación humana, vaya transformando nuestras vidas y nuestro destino.


Rafael López, Pbro.

Director de Buena Nueva, periódico de la Diócesis de Torreón.

@rafalosi


*El autor de esta columna desde hace casi cuatro años es Capellán en Casa de Jesús, guiando espiritualmente a niñas de secundaria y desde hace casi ochos años acompaña en temas de sexualidad y desarrollo humano a los jóvenes del aspirantado lasallista del Instituto Francés de la Laguna.

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